He pasado los meses de calor parada, no encontraba mi mapa por ningún sitio, pero hace unos días un anciano me invitó a acompañarle a una montaña, la montaña de su infancia, quería despedirse de ella: "Quiero verla por última vez", decía. Así que le acompañé, para mí era un regalo poder hacerlo y él no se atrevía a ir solo, tenía miedo de no llegar. Fue una subida dura para él, con muchas paradas, pero seguía su propio impulso y era más fuerte que su cansancio. Subía despacio, reencontrándose con cada lugar, dejando paso a los recuerdos, reconociendo árboles y rocas, pájaros y huellas de animales...sus palabras y sus silencios hablaban a la vez y para mí fue una experiencia conmovedora. Sentados allá arriba, en un día tan luminosos, la vista llegaba lejos y sentía que la montaña nos acogía. Cuando bajamos de nuevo, los ojos del anciano tenían otra luz, estaba en paz, y yo había entendido que hay caminos que no se hacen con los pies, se hacen con el corazón y los pies le siguen.
Al despedirme me hizo un regalo: "Es un espejo que ya no uso -me dijo-, pero seguramente tú le encontrarás alguna utilidad..."
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